La alhóndiga del obispo: la respuesta a la pobreza en la Zamora del siglo XVI

La buena obra del soberbio inquisidor Diego de Simancas

La Alhondiguilla, en la plaza de la leña

La Alhondiguilla, en la plaza de la leña / José-Andrés Casquero Fernández

Resulta una azarosa paradoja que el indolente desarrollismo de los años sesenta del siglo pasado se mostrase magnánimo con algunos de los parientes pobres de nuestro patrimonio urbano. Es el caso de las viejas alhóndigas, dos edificios “plebeyos” que milagrosamente aún están en pie: la rehabilitada mayor, alberga hoy la Concejalía de Cultura, y su hermana pequeña, la “alhondiguilla”, sobrevive, con buena salud, pero sin un uso concreto, que compromete su conservación.

Presumir que todo el mundo sabe qué es una alhóndiga quizás sea mucho presumir, así que, me disculparán si repito lo que a propósito dice el Diccionario de la RAE: “local destinado a la venta, compra y depósito de cereales y otros alimentos”. La acepción no obstante oculta que las alhóndigas y pósitos, fueron instituciones benéficas que almacenaban grano para prestarlo – a bajo interés – ya fuese para sembrar o panificar, de ahí su importancia social.

Una cosa hoy tan vulgar como llevarse un trozo de pan a la boca, en el pasado remoto y menos remoto, constituía un lujo al alcance de unos pocos. Para atajar el grave problema social de la pobreza ya en el siglo XVI – entonces se discutía si reglamentarla o permitirla – la ciudad de Zamora aprobó unas ordenanzas a fin de que los pobres comiesen todos los días sin necesidad de mendigar, que los enfermos pobres fuesen atendidos, bien en sus casas, bien en hospitales, y que los huérfanos desamparados fuesen recogidos y se les procurase cobijo y oficio. A esta caritativa y cívica labor contribuyeron, con sus propios bienes, algunos obispos, como Antonio del Águila (1547-1560), que a propósito fundó una memoria para auxiliar a los pobres vergonzantes y doncellas pobres de las ciudades de Zamora y Toro, y de las villas camerales del obispado.

Esta fundación, años después, sería ampliada por su sucesor Diego de Simancas (1578-1593). A Simancas, un jurisperito de postín, al que se le encargó concluir el proceso inquisitorial abierto contra el arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, acusado de luteranismo por sus “Comentarios al catecismo cristiano”, le sentó como un tiro que lo nombraran obispo de Zamora – antes lo había sido de Ciudad Rodrigo y Badajoz –, pues torcía sus planes de pasar sus últimos días cerca de su Córdoba natal, aunque su enfado tenía más que ver con sus aspiraciones a presidir el Consejo Real, y “no enterrar los talentos que Dios me dio”, en tierra tan “fría y no a mi propósito”, en la que su casa estaba “muy lejos de la iglesia” además de ser “áspera la subida y bajada”, y otras melonadas tendenciosas que argumentó sobre sus nuevos diocesanos, a los que prejuzgó de ser “gente muy pobre y holgazana, enemiga de servir y trabajar”, habituada – en función de su vecindad con Portugal – a “tratos ilícitos”, así como “poco devota” y “con otras calidades de las que la ociosidad suele acarrear”. Sin duda su monumental cabreo le impedía formarse un juicio sensato sobre su suerte, aunque no le quedó más remedio que conformarse. Algo de justicia poética tenía su nombramiento tras una larga carrera como alto funcionario al servicio de la corona y el papado, de manera que su promoción al pequeño y pobre obispado de Zamora hirió su orgullo, de ahí que la sutil pluma de Julio Caro Baroja no dudase en considerarlo jurista radical, ambicioso insatisfecho, envidioso y soberbio.

la alhondiguilla del obispo Simancas

Retrato de Diego de Simancas, Cesare Arbasia / José-Andrés Casquero Fernández

De su paso por Zamora apenas si conocemos cosas, y nada hay en su impostada autobiografía, ni en los estudios monográficos que se le han dedicado. Entre lo poco encontrado está lo que se gastó en construir su capilla funeraria – la del Espíritu Santo – en la catedral de Córdoba, incluida la sorpresa de haber encargado su decoración al pintor italiano Cesare de Arbasia. También aquí, además de dejar constancia de su fama de picapleitos, un buen día de mediados de noviembre de 1583 murió. Poco antes había dispuesto su testamento, en el que, apremiado por la certeza de la muerte y temeroso de la justicia divina, se mostró caritativo con los suyos y la numerosa nómina de sirvientes y criados, reflejo de su condición, más que de obispo, de príncipe de la Iglesia, además de testimonio cabal de la regalada vida que llevaba en Roma, acordándose también de los pobres, para los que funda una alhóndiga. No dispuso, en sus inicios, esta institución de un lugar propio y capaz, de manera que hubo que mal acondicionar su caudal en la alhóndiga mayor y en unas paneras tras la iglesia parroquial de San Vicente, junto a la casa de comedias, circunstancia que contribuyó a su confusa y corrupta administración, y a cuantiosas pérdidas al no poderse traspalar el grano en ellas almacenado.

Esta situación duró hasta que en 1638 el Ayuntamiento compró unas casas y paneras en la plazuela de Guerra (entonces popular de Dña. Urraca y hoy de la Leña); paneras que suponemos espaciosas, aunque ignoramos si fue necesario acondicionarlas. Sea como fuere su uso las deterioró obligando a trasladar de nuevo el cereal a la alhóndiga mayor. A propósito proyectó entonces (1783) su reparación Francisco Castellote – maestro de obras de la ciudad – con el fin de garantizar la “conservación de sus granos y desterrar el daño y minas que entre sus pisos han ocasionado los ratones”, reparos que se limitaron a reforzar sus muros y el solado de madera del piso alto, arreglar la escalera y abrir una ventana a la plaza, trabajos de los que se encargó José Alonso.

Puerta de la alhóndiga de Diego de Simancas en la calle de la Reina.

Puerta de la alhóndiga de Diego de Simancas en la calle de la Reina. / José-Andrés Casquero Fernández

Al declinar su uso, avanzado el siglo XIX, se vendió, aunque no sabemos a quién, si bien el primer propietario que la registró a su nombre fue Antonio Román Santiago, que en los años veinte del siglo pasado instaló en sus bajos una fábrica de hielo. Más tarde, aunque ignoramos cuándo, se acondicionó una parte del piso alto para vivienda, abriéndose a propósito tres balcones a la plaza de la Leña, y quizás por entonces se abriese también una de las dos puertas traseras que dan a esta fachada. Tras ser adquirida en 1977 por Manuel Delgado ha servido de almacén y bar de copas.

la alhondiguilla del obispo Simancas

Escudo de Diego de Simancas, en la fachada del edificio de la plaza de la Leña. / José-Andrés Casquero Fernández

Al reconocer la alhondiguilla – gracias a la disposición de sus actuales dueños – sorprende comprobar el buen estado de su fábrica. A ello contribuyen sus sólidos muros de mortero, reforzados con grandes sillares en el chaflán que los une, las gruesas vigas de madera de su piso alto y la sana cubierta de teja y armadura de par y nudillo, aunque son muchas las cicatrices que el paso del tiempo ha dejado. Así, a las primitivas tres pequeñas y abocinadas ventanas, con dinteles, mochetas y antepechos de sillería, cargaderos de madera y rejas, abiertas en la cima del primer piso, que miran a la plaza, se añadieron – como ya se dijo - otros tantos balcones y dos puertas a ras de suelo (una de ellas transformada recientemente en ventana), ya que la del extremo izquierdo formaría también parte de su planta original, como asimismo lo son las dos vanos abiertos a la calle de la Reina. La parte noble del edificio corresponde a las casas, con entrada por esta misma calle, compradas junto con las paneras, para vivienda del administrador, a las que se accede por una puerta de arco de medio punto con grandes dovelas de sillería. En sus muros, también fabricados en mortero, se colocaron dos escudos, enmarcados en orlas resaltadas, que combinan lóbulos y puntas, con las armas de la ciudad, y en medio, a más altura, el del fundador, sobre el que se abre una ventana. Las casas disponen de un pequeño patio interior.

El conjunto forma parte del Catálogo de Edificios Protegidos del Plan Especial del Conjunto Artístico, que le asigna un nivel 3, de manera que solo está permitido hacer obras de restauración, consolidación y rehabilitación, “con la obligación de conservar la tipología estructural de los elementos originales y de aquellos otros de valor histórico artístico”. De cambiar de uso o adecuarlo a las condiciones de habitabilidad a las exigencias actuales se autoriza la restructuración parcial, “si bien en todos los casos es obligada la eliminación de elementos y elevaciones espúreas” (sic).

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