Opinión

Javier Prieto

El sueño de una cena de verano

una mesa de mantel infinito en el que todos pueden tener sitio

Un grupo de personas comparte mesa.

Un grupo de personas comparte mesa.

El mes de julio va avanzando poco a poco y nosotros recuperamos nuestras costumbres estivales: las visitas al pueblo, las escapadas al Lago, la vieja bicicleta que lleva un año cogiendo polvo en el garaje, y, como no, las cenas y comidas compartidas. Y es que el verano es el tiempo por excelencia de la mesa compartida, ya sea una comida fría, a base de tortilla y filetes empanados, una barbacoa, o una cata de embutidos. Nuestros abuelos nos enseñaron que lo importante estaba en compartir y, no tanto, en si había mucho o poco para poner sobre la mesa.

Además, el verano, tiempo de huertas, era también la oportunidad para probar la fecundidad del trabajo de los últimos meses. Esta aparente obviedad esconde una cultura capaz de reconocer los frutos de aquellas bendiciones que se habían implorado sobre los campos. La mesa se llenaba en los meses estivales con la abundancia sencilla de lo que la tierra daba, como si la propia cosecha quisiese provocar la invitación a compartir la mesa para probar lo recogido ese año.

Nosotros, sin embargo, muchas veces perdemos esa naturalidad y espontaneidad. Nada surge si no está agendado. Nadie viene sin una invitación expresa. Nadie se sienta a la mesa si no están ya todos los platos pensados y organizados. Pero la mesa compartida es más que una cena formal, más que un evento para reunirse, más que un plan para rellenar una noche.

La mesa compartida es la espontaneidad de compartir lo que se tiene con franqueza y generosidad. La mesa compartida es reunirse por el hecho de estar, verse y escucharse. La mesa compartida es dar lo uno tiene, acoger al que quizás no tiene para invitarte, superar posibles rencillas, reír con las viejas anécdotas… Descubrir, al fin y al cabo, que tu vida es más rica cuando la compartes con los otros, y dejas que los otros entren hasta el fondo de tu propia vida.

Si Shakespeare escribió sobre la evocación de una noche veraniega, soñemos nosotros con recuperar el valor de las cenas de verano. Esas cenas y comidas en las que la mesa compartida quizás nos ayude a descubrir que anhelamos una mesa de mantel infinito en el que todos pueden tener un sitio, una mesa dónde nunca falta de nada, una mesa en que el Anfitrión es el primero en ponerse a servir para que no nos falte de nada. El sueño de esa cena perfecta de un verano que no acaba está grabado en nuestro corazón. Atrevámonos a vivir aquí la bendición de la mesa compartida y descubrir en ella la imagen del banquete que Dios nos prepara en el cielo.