Opinión | Un castillo para Baltasar Lobo

Gustavo Martín Garzo

La edad de la caricia

Baltasar Lobo. Madre y niño al aire. La Ciotat, 1947. Ubicada en la plaza Zorrilla de Zamora.

Baltasar Lobo. Madre y niño al aire. La Ciotat, 1947. Ubicada en la plaza Zorrilla de Zamora.

Hay una anécdota en la vida de Baltasar Lobo que bien podría servir para explicar su obra. Se refiere a ella en una de las escasas entrevistas que concedió. Corren los años cuarenta y vive con su mujer en la ciudad marítima de La Ciotat, junto a Marsella. Un anciano le ha dejado una vieja torre, antes un molino de viento, que utiliza de taller. Desde su balcón vislumbra una pequeña playa a la que, en buen tiempo, acuden las familias a pasar el día. Baltasar Lobo contempla desde allí los juegos de los niños. Han sido años oscuros, de guerras crueles e interminables, y la contemplación de aquellos sencillos juegos le llena de gozo. Le gusta sobre todo el momento en que las madres cogen a sus pequeñas e incapaces de contener su alegría los lanzan al aire para recogerlos al caer en sus brazos. De aquella escena, que dibuja una y otra vez, nacen sus maternidades, y me atrevo a decir que el resto de su obra. Como si lo único que hubiera buscado en sus esculturas fuera plasmar la esencia y la felicidad del vuelo. Miserable el momento si no es canto, afirma en uno de sus poemas Claudio Rodríguez, zamorano como él. Y eso son las esculturas de Baltasar Lobo: materia encantada, una celebración de la materia y la vida.

Siempre le molestó que dijeran que sus obras eran abstractas, cuando para él eran lo más concreto que podía imaginarse, pues no hacía sino buscar con ellas la esencia interior de las cosas. Por eso rehúye la anécdota, que podría privarnos del acceso a ese centro misterioso de lo real que solo una contemplación silenciosa puede permitirnos. Es la misma búsqueda que mueve a Giorgio Morandi y a Mark Rothko a pintar. Los cuadros de Morandi son escenas de botellas, frutas y pequeñas cajas, sobre todo de botellas. No pinta hortalizas, no pinta pescados o conejos muertos, no pinta manzanas o piñas o cebollas, los productos del mundo. Toma una manzana o una rosa y lo que quiere pintar es el silencio que la hace aparecer. Y si es una botella, no la quiere llena de vino o aceite, sino de silencio. Rothko, aún va más lejos. Prescinde de la botella y solo pinta el silencio. Sus cuadros, normalmente grandes superficies de pintura, con los bordes difuminados, no representan nada. Quiere que el cuadro sea un espacio no para ver, sino para dejar de ver. O para ver con otros ojos.

Las esculturas de Baltasar Lobo reclaman ese mismo silencio para ser contempladas. El mundo es para él un lugar presidido por Eros, que es unión, reciprocidad, la fuerza que vincula realidades separadas: el mundo de los vivos y el de los muertos, el de los hombres con el de los animales, el de los adultos con los niños, el de los sabios con los que nada saben. Es un buscador de los restos encantados del mundo. Sus esculturas son mujeres, pájaros, niños, a los que no solo ve como pequeños héroes redentores de lo real, sino como seres en estado de gracia. Por eso tantas veces parecen a punto de desprenderse de sus bases para quedarse flotando en el aire, ya que es solo de la gracia de lo que quiere dejar constancia.

Baltasar lobo utiliza el poder de la escultura para sublimar la realidad. Y eso son sus obras, un puente entre los sueños y las cosas reales. Tal vez por eso raras veces las pone ojos o boca, como queriendo darnos a entender que sólo el que renuncia a ver y se limita a tender las manos en silencio para tocarlas, puede desvelar su misterio. Su obra se construye de tal forma sobre ese protagonismo de las manos que bien podríamos decir que, antes que con los ojos, es con ellas con las que nos pide que las veamos. Solo la mano puede operar las conexiones de una parte a otra del espacio, solo a ella les es dado vincular el mundo de lo visible con el de lo invisible, el mundo real con el mundo del sueño (y basta con cerrar los ojos para comprobarlo). Nadie ha revindicado con tanta obstinación como él ese valor táctil primordial de la escultura.

"Retratar un mármol y que este te mire con claridad y dulzura solo se consigue si eres perenne en la caricia, si mantienes tu fidelidad a prueba de tormentas y zozobras", escribe Julio López Hernández en sus notas a La edad de la caricia, una de sus obras. Pero ¿qué es una caricia sino el gesto de la mano que sabe detenerse a tiempo, la mano que propicia ese contacto afectivo por el que tomamos conciencia de nosotros mismos y de lo que nos rodea. La mano que bendice lo que toca. ¿No dijo eso Aristóteles, que el alma era una mano y también todas las cosas? No abandonar esa edad de la caricia, tal es la verdadera razón que mueve a Baltasar Lobo a esculpir. Como el gran Gatsby, en la novela de Scott Fitzgerald, él está convencido de que "la roca del mundo se asienta sólidamente sobre las alas de un hada".

(Valladolid, 1948) Escritor. Ha recibido varios reconocimientos literarios: Premio Nacional de Narrativa, Premio Nadal, Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, Premios Castilla y León de las Letras, Premio Miguel Delibes, Premio Vargas Llosa de Relatos. Ha publicado numerosas novelas: El lenguaje de las fuentes, El pequeño heredero, El jardín dorado, La ofrenda, La rama que no existe y El árbol de los sueños. Es autor de libros de ensayo: El hilo azul, Una casa de palabras y Elogio de la fragilidad. Sus obras has sido traducidas al francés, griego, danés, italiano, portugués y alemán.