Siete días y un deseo

Déjame que te cuente

Ahora llega su turno, es decir, juzgar y valorar lo leído

Una pareja de jubilados descansa en la playa.

Una pareja de jubilados descansa en la playa. / LOZ

José Manuel del Barrio

José Manuel del Barrio

Aviso para navegantes: el título no es nuevo pero el contenido, sí. En el mes de enero ya lo utilicé y ahora vuelvo a la carga, pero con otra historia que me ha dejado temblando. De entrada, conviene recordar una obviedad: siempre que alguien habla, escribe o utiliza gestos y signos está contando y transmitiendo información. A veces el receptor está presente, como en una conversación cara a cara, o se encuentra en otro lugar, para lo que las tecnologías de la comunicación de siempre y de ahora (señales de humo, cartas, teléfonos, wasap, correo electrónico, etc.) se convierten en el soporte imprescindible para compartir lo que sea. Hasta aquí nada nuevo bajo el sol, como diría el amigo Lucas. Lo relevante es que, en muchas ocasiones, solemos pensar mucho más en nosotros mismos y, en consecuencia, olvidamos que hay otras personas de carne y hueso, con nombres y apellidos, cuyas circunstancias físicas o capacidades cognitivas contribuyen a que el proceso de comunicación sea diferente. ¿Se imaginan por dónde van los tiros? Pues sigan, por favor.

Hace unos días presencié una escena en una plaza pública que me dejó el corazón y el alma helados. Imaginen el contexto: dos personas de avanzada edad se encontraban sentadas en un banco y unos metros más allá estaba reunido un grupito de individuos de entre 30 y 40 años. Y el que escribe permanecía sentado plácidamente en un murete de piedra, observando el espectáculo: niños y niñas subiendo y bajando los toboganes, padres y madres pendientes de sus criaturas, viandantes caminando de acá para allá, algún perrito haciendo de las suyas... En fin, lo habitual en una tarde otoñal. Pues bien, en este espacio que describo, la sorpresa llegó: las personas de edad avanzada eran sordomudas y se estaban comunicando a su manera, riéndose y disfrutando como cualquier hijo de vecino. Y en el corrillo de los más jóvenes se empezaron a escuchar comentarios y murmullos despectivos, como los que siguen: “Mira, mira, lo que hacen”; “¡Ay, pobrecitos!”; “¿Pero seguro que se entenderán?”. “Yo creo que estas personas deberían estar en sus casas tranquilamente”.

Como no podía más, cometí la imprudencia o, más bien, la temeridad de meterme en donde, según pude escuchar, no me llamaban. Y es que me acerqué y les lancé a la cara el balón de los prejuicios y los estigmas que tanto daño hacen a tantas y tantas personas, como las sordomudas que estaban sentadas en aquel banco de una plaza pública bien concurrida de gente. Pueden imaginar que el chulito de turno me soltó una retahíla de improperios de altísimo voltaje, insistiendo, una y otra vez, en quién coños era yo para entrometerme en una conversación que ni me iba ni me venía. Y le dije que me iba y me venía muchísimo porque, entre otras razones, cualquier persona, indistintamente de sus condiciones físicas o capacidades cognitivas, merecen todo el respeto del mundo. Y como no podía más, allí los dejé, mientras seguían murmurando y lanzando insultos y andanadas contra quien había osado decirles a la cara que no poseían ni una simple gota de humanidad. ¿Qué les parece? Pues ahora llega su turno, es decir, juzgar y valorar lo leído.

(Nota: También en esta casa se producen relevos. Por eso, a quien ha ocupado la dirección hasta la fecha, Marisol, y a quien será su relevo, Begoña, gracias por todo, suerte y muchos ánimos).

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