Si hay algo claro casi tres meses después del 20D es que nunca como ahora disponemos de tanta información sobre el perfil de los supuestos cabeza de lista que, salvo sorpresa, concurrirán otra vez a las elecciones generales. Convendrán conmigo en que este tiempo desde los comicios de diciembre ha servido, al menos, para que cada líder se retrate y se desnude, políticamente hablando. Sabemos de antemano qué piensan, qué cintura política gastan y hasta dónde están dispuestos a llegar. Vamos, que perfectamente podrían ahorrarse la campaña electoral y, en consecuencia, los millones y millones de euros que este proceso conlleva, si lo que realmente pretenden es dar a conocer su programa, sus anhelos, sus objetivos y sus prioridades.

También sabemos que, si las quinielas no fallan mucho, los resultados serán prácticamente similares a los que dictaron las urnas en vísperas de Nochebuena. O sea, que estaríamos ante la reedición de la ruptura del bipartidismo y, por ello, abocados de nuevo a un escenario de pactos que, por lo visto hasta ahora, se caracteriza por el exceso de ruido, por la falta de generosidad de unos y otros y por el afán personalista.

Así las cosas, no estaría de más que los partidos políticos dieran un giro de 180 y actuaran con altura de miras, evitando las actitudes cortoplacistas y de interés de parte. Y qué mejor muestra de ese cambio que, para empezar, ellos mismos propusieran no agotar los plazos para la celebración de las nuevas elecciones, previstas para el 26 de junio, y, en cambio, esa convocatoria pudiera incluso adelantarse en la medida que lo permita nuestro ordenamiento democrático. Cierto es que hay también otros dos actores imprescindibles para que este puzle encaje y no acabe siendo otra realidad virtual, y no son otros que el propio rey Felipe VI y el presidente del Congreso de los Diputados, Patxi López. Pero esto también es otro cantar.