Se prodigan las campañas publicitarias con el propósito declarado de llamar la atención sobre determinados elementos que ayudan al bienestar físico e intelectual del individuo y convienen a la sociedad. Se pretende atribuir una dedicación concreta a cada día, y al paso que vamos, llegará el momento en que este tipo de campañas publicitarias se verán obligadas a compartir fechas. Bien puede decirse que en esto la abundancia no daña; al contrario, viene bien. Últimamente se está haciendo campaña a favor de la lactancia materna, por ser la más ventajosa para el niño y la madre. Se asegura, con aval científico, que la leche materna hace a los niños más sanos y más inteligentes. Como toda regla, ésta presentará con alguna excepción que la confirme: hace al caso lo que se cuenta del rey Carlos II; fue amamantado por su buena madre hasta los cinco años, y no por ello pasó a la Historia como un genio.

De siempre fue considerada la leche de la mujer una eficaz medicina para las enfermedades del lactante. Don Tomás, benemérito galeno que durante muchos años cuidó la salud de mi pueblo, la tenía por remedio único: ¿Mama el rorro?, preguntaba a la madre del enfermito; pues, déle teta. No tenía que escribir la receta y la familia se iba a la botica más cercana, la de Vezdemarbán. Comentaban las comadres que don Tomás siempre recetaba lo mismo a sus niños; y en efecto, era así, lo mejor y lo más barato. Don Tomás fue un buen médico, al menos para mí. Me salvó de unas malísimas fiebres tifoideas envolviendo mi cuerpecillo de cuatro años en sábanas empapadas con agua fría. La cosa estuvo en un tris, según me contó más de una vez Pepe el Carretero; tan mal que al rapaz lo pusieron a la espera de que yo diera las «boqueás» para subir a la torre de la iglesia y tocar el «tin, tin, gloria». (Tal vez algunos de mis paisanos recuerden la letra que transcribo para los desmemoriados: -«¡Tin, tin, Gloria! -¿Quién se ha muerto?: -Juan del Huerto. -¿Quién le llora?: -La señora -¿Quién le canta? -La perdiz». No me dirán que el toque no tiene ritmo).

Me parece estar viendo a don Tomás: menudo, elegante, con bigote canoso, bastón ligero, traje bien planchado y zapatos relimpios; de trato afable, inspiraba respeto en la calle y confianza en la casa del enfermo, dos arquetípicas virtudes del médico rural. Buen observador, el tejero Ananías afirmaba que a todas las casas les llegaban en algún momento, dos visitas preocupantes: la del médico con su talante de esperanza, y la del cura con la sentencia de la Extremaunción. La visita del médico se acompañaba de gestos acostumbrados, rituales: Se le ofrecía agua y jabón de olor en el palanganero y la toalla más suave; así que el médico se lavaba las manos antes de tomarle el pulso a cada enfermo. Normalmente tenía que pechar, sólo ante el enfermo, con la enorme responsabilidad de proporcionar el único diagnóstico y acertar con el remedio, pues el doctor rural se desempeñaba como la más amplia enciclopedia de la Medicina; no le era dado recurrir a la ayuda de análisis y había de fiarse de su ojo clínico, certero por lo común. Cuando lo estimaba necesario, proponía someter el caso a consulta. La noticia corría por el pueblo y todo el mundo se enteraba de la gravedad del caso; más de una vez oía decir en mi pueblo: «Fulana está de mal parto, pues han llamado a consulta a don Pepe»; éste era un ginecólogo famoso, titular de Casasola de Arión.

El abandono de los pueblos ha originado la desaparición de figuras rurales tan tradicionales y significativas como el médico, el maestro, el veterinario, el secretario, el alguacil... nobles oficios de sustanciosa entidad.